Ya no volveríamos a dormir en el hotel de Oakhurst, así que, cuando estaba amaneciendo,
nosotros guardábamos, una vez más, nuestras maletas en el coche. Nos dirigimos por
segundo día consecutivo hacia Yosemite, haciendo el mismo recorrido del día anterior.
Una vez en Yosemite, dejamos el coche en el mismo valle, cerca de unas cuadras de alquiler
de caballos, y nos dispusimos a realizar unas cuantas rutas. El día anterior habíamos obtenido
una visión general del parque en automóvil y, caminando, habíamos hecho alguna ruta menor,
pero decidimos dejar para hoy las rutas más largas por lo que sabíamos que nos esperaba un día
muy cansado, aunque esperábamos que compensase.
Tras barajar la posibilidad de alquilar un caballo, pensamos que sería mejor hacer las
rutas caminando, ya que el caballo podía suponer un freno para nuestras expectativas, así
que, directamente, nos encaminamos hacia la senda que llevaba a las cataratas Vernal y Nevada.
Tras varios kilómetros caminando por una senda pedregosa y ascendente, poco a poco se nos
iba abriendo el valle, formado por el río Merced, dejándonos ver al fondo y en todo lo alto
un precioso salto de agua, se trataba de la catarata Nevada. Continuamos ascendiendo hasta la
plataforma superior de dicha catarata, habiéndonos encontrado previamente con otra menos
llamativa pero también muy bonita, la Vernal.
Ya en la parte superior de la Nevada, cansados por el esfuerzo de subir, nos sentamos
sobre la superficie rocosa, mirando el salto de agua desde arriba hacia el abismo del valle.
Allí, con aquellas maravillosas vistas, con aquella sensación de paz, tras el lógico
cansancio, decidimos reponer energías, ante la atenta mirada de multitud de ardillas,
pendientes de cada uno de nuestros movimientos por si, en alguno de ellos, dejábamos caer
algo de comida. Una de ellas, nos arrebató un trozo de manzana de entre nuestras mochilas...
resultaba fascinante ver aquella vitalidad... resultaba fascinante ver toda aquella belleza.
La vuelta la hicimos por otro camino, mucho más transitado que el primero, o tal vez,
sería por la hora. El camino de vuelta fue más sosegado, quizá por ser cuesta abajo. Al
llegar a la catarata Vernal, por este otro camino, la bajada era empinadísima, con el
consiguiente peligro. Peor era para los que hacían el recorrido en sentido inverso que
tenían que ascender esta peligrosa rampa. Abajo una gran piscina natural con base de granito
servía de relajante complemento para los que se atrevían a descalzarse y meter los pies.
Bañarse, en estas fechas y aunque no hacía frío, habría resultado, cuando menos, muy atrevido,
por la baja temperatura del agua.
Ya de vuelta al valle de Yosemite, recorrimos un antiguo poblado de indios Ahwahneechees
que hay allí mismo y entramos en un pequeño museo etnológico sobre sus vidas, viendo sus
cabañas, examinando sus costumbres... Todo aquello resultaba curioso. Los Ahwahneechees fueron
los primeros habitantes de Yosemite y pertenecían a las culturas Miwok y Paiute, durante el
invierno, un reducido número vivían en el valle y con la llegada del verano, recorrían los
montes de Sierra Nevada con el fin de hacer trueques y establecer contacto con los indios
Paiute del lago Mono.
Después nos dirigimos hacia la que, de haber tenido agua, hubiese sido la catarata más
espectacular de todas, la catarata de Yosemite. Es un salto de agua de 740 metros desde su
angosto comienzo en el borde del valle. Pero no era un buen momento, había pasado todo el
verano, secando el agua de la temporada anterior y aún no había nevado este año. La mejor
época para ver esta catarata en pleno esplendor es en la primavera, con el deshielo, cuando
las cascadas llevan el mayor caudal, el aire se llena de sus rugidos y de las brumas que
ascienden desde su base. Tuvimos la oportunidad de ver cómo una persona que estaba allí
comenzaba a trepar por sus paredes sin ningún tipo de protección, tan sólo con la ayuda de
sus manos y pies y sin anclajes. Cuando apenas había ascendido 15 ó 20 metros decidimos
marcharnos... esa situación no nos gustaba y no teníamos ganas de ver ningún accidente.
Recogimos el coche y, ya saliendo del valle, paramos para ver un último salto de agua,
la catarata de Bridalveil. Un precioso y estilizado salto de agua desde lo más alto de la
montaña. Nos acercamos a ella y, a través de multitud de enormes rocas, arrancadas de la
montaña por movimientos glaciares, me fui acercando a su base hasta llegar a la cubeta
inferior mientras, mi amigo Justo, esperaba al principio de las rocas. La sensación del
larguísimo hilo de agua desplomándose sobre la pequeña poza, deshaciéndose en millones de
gotas que pulverizaban todo el ambiente, empapando a los que hasta allí llegábamos, será
algo inolvidable para mí. Las indios Ahwahneechee daban a Bridalveil el nombre de Pohono,
que en su idioma significa "bocanada de aire". Al atardecer, las brisas de aire bambolean
el agua y la lanzan hacia arriba, formando una cortina ondulante. Desde el valle colgante
hasta las rocas del fondo a las que golpea entre brumas, el agua se desliza por una
pendiente de 189 metros.
Finalmente, ya en el coche, nos dirigimos al mirador más alto del parque de Yosemite.
Tras recorrer unos cuantos kilómetros, llegamos a un lugar óptimo para ver anochecer:
Glaciar Point, tal vez el panorama más espectacular de Yosemite. Sentados sobre una roca,
con las piernas colgando sobre el profundo valle que teníamos delante, con la vista puesta
en las montañas que se situaban al otro lado y cuya multitud de afilados picos se
perdían en el horizonte, pudimos contemplar un espectáculo único. A medida que la noche iba
cayendo, entre las cumbres de enfrente iba apareciendo la enorme y anaranjada luna. Se podía
apreciar el movimiento de rotación de la Tierra y de traslación de la Luna pues, mientras la Luna
ascendía, se iba desplazando de una cumbre a otra, lentamente. Así, maravillados por este
único atardecer, permanecimos un buen rato absortos. Finalmente, nos pareció que también era
un lugar ideal para comer algo antes de partir y, allí, ante aquel extraordinario espectáculo
desplegamos nuestro particular mantel de papel y nos comimos los bocadillos comprados al lado
del poblado indio, en el valle.
Lentamente fuimos abandonando el parque nacional de Yosemite. Suponía el final de nuestro
recorrido por los parques de Estados Unidos. Ya teníamos la sensación de haber conseguido
realizar nuestro apretadísimo itinerario, pues lo que nos quedaba por recorrer ya era mucho más
realizable. Debíamos dirigirnos hacia la costa, hacia Los Ángeles, para ir ascendiendo, por
la misma, hasta San Francisco.
Pero nos faltaba saber dónde dormiríamos esta noche. Continuamos hacia Fresno
(90 millas), donde cenamos en un "burguer". Nos pareció una ciudad apagada, triste,
con poco ambiente... pero, por un sólo rato no se puede hacer un juicio justo...
Tras cenar seguimos por la C.E.99, hasta Bakersfield (103 millas), donde hicimos noche.
Estábamos a las puertas de Los Ángeles.